sábado, 15 de noviembre de 2008

Mal Rayo


Mal rayo
Publicado en el portal http://sermexico.org.mx/ para "Escribamos una historia" Marzo 2008
Basado en un hecho real ocurrido en el Estado de México.

Al medio día Jacinto pastoreaba su ganado, con la única compañía de Genaro, su perro pastor. Era un ganado modesto de apenas media docena de borregos. Tenía pequeñas parcelas en la parte alta de la sierra, las trabajaba de madrugada y a medio día sacaba a pastar sus ovejas. Era un hombre solitario, y su vecino más cercano se hallaba a una colina de distancia. Hacía abajo, en la sima de la cañada, había un pueblito de campesinos y ganaderos donde vivía el resto de su familia.

Jacinto no supo de donde vino el mal tiempo aquel día, como por encantamiento las nubes se cerraron unas sobre otras como si las empujaran. Se había alejado mucho de su cabaña y aunque apresuro el paso no le dio tiempo de llegar antes de que empezara la tormenta y los malditos relámpagos, que amedrentaban a las ovejas. Genaro, cual general de brigada, hacía esfuerzos realmente enormes para mantenerlas juntas y en dirección.

Repentinamente Jacinto tuvo una mala sensación, primero fue en la cabeza y en la nuca, después le recorrió el cuerpo, luego vino una luz muy intensa y luego la oscuridad.

Cuando abrió los ojos la lluvia había cesado. Se veía el cielo muy claro y despejado. Trato de levantarse pero no sentía el cuerpo, ni podía mover los brazos y las piernas. Solo el cuello y hacia los lados. Miró a su costado y no pudo menos que lamentarse al ver a Genaro tendido junto a él. Trato de pensar en lo que había pasado. Al cabo de varias horas pudo recordar la tormenta, quizá lo había alcanzado un rayo.

En ese momento Jacinto supo que iba a morir, y se lamentaba por no haber muerto de un jalón. Estaba consciente pero inmóvil y las posibilidades de que alguien lo encontrara ahí eran nulas. Moriría de sed y de hambre. Pero el tiempo pasaba y pasaba, llegó la noche y llegó el otro día, un poco de lluvia le dio de beber. Y cuando lo apretó el hambre tuvo que recurrir a la masa de carne calcinada y cocida que un día fue Genaro, y que estaba al alcance de su boca.

La putrefacción de la carne acerco a las moscas y aquella masa chamuscada se llenó de gusanos; luego vinieron las ratas que se paseaban junto a él con total descaro, y finalmente cayeron del cielo los carroñeros. Para defenderse de todos estos bichos tuvo que mantenerse en movimiento constante —el que le permitía su cuello— no pudo evitar sin embargo, perder un ojo de un picotazo, y quizá un labio… Aunque era terrorífico, no sentía dolor. Más de una vez quiso pedir auxilio pero no salían las palabras de su boca. Ni quería pensar en el resto de su cuerpo…
¿Qué quedaría de él, bajo una verdadera nube de zopilotes negros y malolientes?

Pasaron horas de este infierno hasta que sonó un disparo de escopeta. La jauría de voraces carroñeros emprendió la huida, quedando solo las moscas.

— Ahí esta Jacinto… ¡Dios mío!— Jacinto vio de frente a Juventino, su hermano mayor. No es posible describir con palabras el gesto de aquel rostro horrorizado. Era pánico. Juventino lloró al ver a Jacinto, que en ese momento movió el cuello. Un sobresalto que sobrepasó el pánico, tomó la voluntad de Juventino — ¡Esta vivo! ¡Dios mío! — aquel hombre de costumbres feraces, macho del pueblo y comisario, matador de rastro, cayó desplomado, desvanecido ante la fuerte impresión.

Las extremidades de Jacinto, cocidas por el fuego, estaban hasta los huesos, consumidas por los carroñeros; sus tripas asomaban por fuera del estómago; la mitad de su rostro estaba también hasta los huesos, sin nariz, sin labios, sin barba, un ojo colgaba fuera de su órbita, y aquello que Jacinto suponía, era Genaro, no era más que su propio brazo.

Relato inspirado en una nota periodística publicada en "El Nacional" cuyo encabezado decía "Comió carne de su propio brazo para sobrevivir".

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