Terminator: la megalomanía senil.
Luis F. Gallardo
Miércoles, 01 de julio de 2015
Robert Zemeckis afirmó
rotundamente que sólo verá la luz fílmica un remake de “Back to the future”
sobre su cadáver. Es una rara dignidad en esta era de churrización de los
clásicos. Así como no debe haber refritos, la mayoría penosos, hay películas
que no deberían tener secuelas, ni precuelas, ni postcuelas, ni suelas, ni nada que termine
en “uelas”. Algunas películas únicas y memorables deberían guardarlas en un
cofre del tesoro con cerradura soldada y a doble remache. Eso debió haber
ocurrido con el “Terminator” (1984) de James Cameron. Una película bastante
estimable, con una persecución delirante —que de hecho es toda la gracia de la
película. La máquina muestra una fuerza de voluntad implacable, y llega al
colmo de sus capacidades para eliminar a Sarah Connor (Linda Hamilton). Y esto
conlleva a una fuente infinita de vueltas de tuerca, y suspenso dilatado, y
mucha emoción.
La trama profunda es menos
interesante: la rebelión de las máquinas. Ya se había planteado en esa obra
maestra llamada “Blade Runner” (1982) de Ridley Scott. Curiosamente ambas
películas tienen el mismo ADN: el escritor Phillip K. Dick. “Terminator” es una
adaptación ‘libre’ no reconocida del relato “La Segunda Variedad” —publicado en
1953 en la revista Space Station Fiction— en el cuál las máquinas con una
sofisticación inusitada, construyen modelos de exterminadores con forma
perfectamente humana. Hay una secuencia de exterminio en un bunker, que es
totalmente similar a la de la película. Pero Dick le da mucha profundidad a sus
escritos: nos plantea permanentemente el problema de lo que es ser humano, casi
humano o incluso dios o como los propios
dioses.
Pero la película de Cameron no se
hace ninguna pregunta, es un thriller convencional de humanos buenos y robots
malvados. Con sus chochenteros viajes en el tiempo, la trama se agota en la
primer película. La derrota de la máquina es la eclosión del triunfo y
celebración de la humanidad. Esta es la metáfora final, de esta y de todas las
demás. La película ya no tiene nada más
que aportar al mundo. Salvo la reiteración del mismo motivo, con mejores
efectos visuales y mucha sofisticación.
Ninguna secuela tuvo sentido. La primer secuela,
la segundona, es uno de los grandes churros de la historia del cine. Una
pirámide egipcia de cartón consagrada a la insufrible megalomanía de Arnold Schwarzenegger,
que llegó a pensar seriamente en postularse a la Presidencia de los Estados
Unidos. Una megalomanía sin límites que se expresa en toda su insufrible
magnitud en Terminator 2: Judgment Day
(1991). Donde el villano de la primer película se transforma sangronamente en
el héroe y ad nauseaum.
Ahora, en “Terminator Génesis”
(2015) de Alan Taylor, volvemos al origen de la trama, allí donde John Connor
envía al terminator a salvar a su
mamita. Lo que implicaría un Schwarzenegger con el aspecto que tenía en 1984,
pero como eso no es posible para toda la película —por presupuesto— se
justifica en la propia trama la senilidad del Terminator bueno. El Abuenator.
Así es, escuchó bien: Robots seniles.
Esto no solo es churrismo de la peor
calaña, es senilidad pero de la imaginación.
LA PREMISA ABSURDA DE TERMINATOR
La rebelión de las máquinas es
uno de los grandes lugares comunes de la Ciencia Ficción. El miedo a las
máquinas es arcaico y se puede encontrar incluso en mitologías fundacionales de
muchas culturas. En la era de la revolución industrial, que vio nacer el género
de la Ciencia Ficción, el miedo o el rechazo al maquinismo tuvo un gran apogeo,
incluso filosófico. Es una reserva antiprogresista. La gran metáfora: ser
humano no te envanezcas con tu ciencia, no te creas Dios, tus creaturas se
pueden volver contra ti, etc.
Isaac Asimov estaba tan
fastidiado con los múltiples relatos de la rebelión de las máquinas que inventó un
antídoto perfecto: puesto que todas las máquinas dependen del ser humano para
existir, pues el ser humano es quien las programa; y suponiendo que lleguemos
al punto en el que creemos máquinas autónomas, autosuficientes y dotadas de
inteligencia artificial, bastaría con incluir en su programación tres sencillas
leyes:
1 1) Un
robot no hará daño a un ser humano, o por inacción, permitirá que un ser humano
sufra daño.
2 2) Un
robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas
órdenes entran en conflicto con la 1ª Ley.
3 3) Un
robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando esta protección no entre en
conflicto con la 1ª o 2ª Ley.
Asimov basados en sus famosas leyes.
Estas han sido llamadas, las
leyes de la robótica. Por supuesto Asimov es un aguafiestas: siguiendo sus
leyes no existiría la diversión de “Blade Runner”; “Terminator”, “Matrix”, ni tampoco
“2001, Odisea del Espacio”. Si algo demuestra la pieza culmen de Kubrick es que el
ser humano en realidad si está dispuesto a utilizar la tecnología para destruir
al prójimo. Pero es el ser humano detrás de la máquina, no la propia máquina. Algunos
despistados no entienden que la máquina HAL 9000 ha sido programada por seres
humanos para preservar la misión a cualquier costo. HAL 9000 toma la decisión
de asesinar porque fue programada para hacerlo. En cuyo caso es el Ser Humano
detrás de la máquina el verdadero asesino.
¿Por qué querría una máquina o un
grupo de ellas destruir a la humanidad?
Tiene
tan poco sentido, es tan absurdo como “Terminator”. En cambio los seres humanos
son genocidas. Ellos sí, pero las máquinas no son como nosotros, son nuestros
instrumentos. El martillo no se vuelve contra la mano que lo empuña pero sí
contra la inocente mano que trata de detener su feroz golpe.
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